Por
cualquier página los abro y los huelo. No todos los libros huelen igual, así
como no todos sientan igual. Una vez escuché que “los libros se huelen, y
después, algunos se leen”. Dicen que es una cuestión de química, se equivocan,
son las partículas aromáticas de las historias y de los momentos embriagados
por las sensaciones.
Los
que huelen a lectura obligatoria pero acaban por incrustarse en tu pituitaria y
cada vez que entras a casa quieres encontrarte con una carta de Aristóteles
porque en El mundo de Sofía ocurre y
en el mío también debe caber el olor a sorpresa. La fragancia de tranquilidad
cuando terminas No pidas sardinas fuera
de temporada y te das cuenta que eso que sientes por el chico de séptimo no
solo te pasa a ti, sino también a Flanagan.
Papel mojado olió a eso mismo, a papel mojado; pero piensas en aquello de
“no hay libro tan malo que no tenga algo bueno” y que el tufo a decepción forma
parte de la aventura lectora. El que huele a tu lengua y lo sientes más tuyo
cuando paseas por Alcoi-Nova York, y
sabes que nunca volverás a caminar sola por los rincones de tu pueblo, sino
junto a los pasos de Isabel-Clara Simó.
En
Los renglones torcidos de Dios la
locura, como a su protagonista, se adueñó de un día de verano; menos de 24
horas y ya había olido cada uno de sus renglones sintiendo el perfume que
genera el ansia por un final. La esencia de la empatía, el hedor a miedo que se
apoderó de mí en Mecanoscrit del segon
origen al preguntarme qué haría yo si fuese Alba y quién sería mi Dídac.
Ese aroma a fidelidad después de Castillos
de cartón…supe que jamás, jamás podría dejar de oler a Almudena Grandes.
Los
vuelvo a abrir, a oler. Los libros huelen, son la magdalena de Proust de los
aromas.
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