Sacar una pifia no es algo nuevo
para mí, pero aquellos dos unos me recordaron a los ojos de las serpientes que
se batían en duelo sobre la cabeza de la Gorgona y al héroe que blandió la
espada para decapitarla. Sentados alrededor de la mesa de mi terraza, en ese
otro mundo que habíamos creado llegábamos a las puertas de Moria, la más grande
de todas las minas. La conocí por primera vez cuando Legolas y Gimli contaban
los orcos que iban asesinando en un duelo que a mí me hacía sonreír. Mi
personaje ahora trataba de lanzar un hechizo para abrir la puerta de Moria,
como hiciera Merlín cuando luchaba contra Madam Mim, o Dumbledore inmovilizando
a Harry en la escalera de caracol, o Pizarnik afirmando que es la Maga de
Cortázar. La pifia obligó al máster a poner a prueba a mi personaje: mi hechizo
rebotó contra una barrera mágica protectora y alcanzó mi sombrero de copa, que
era uno y no tres. Los puntos de destreza de mi personaje me permitieron
esquivar el impacto, como Jinx con las grebas de Berserker y cien minions en el
minuto diez. Cinco horas con Salem, mi personaje, porque era una bruja de las
de antes, de las que volaban con escoba y aprendieron a cocinar pociones antes
que a tejer, sin ser Penélope y sin esperar en el muelle de ningún santo.
Sancho, mi compañero, era un humanoide con partes de metal que potenciaban su resistencia. Lo había reconstruido un ávido doctor durante una tormenta de verano, frente a un molino que no era en absoluto un gigante. En realidad los personajes que resurgen de sus cenizas son lo mío, como la Cat Woman que tuvo seis vidas más como prórroga. Aunque a veces se nos da mejor destruir y Harley Quinn lo aprendió en la sonrisa más tenebrosa, casi tanto como mi Salem, que ahora se recoloca el sombrero y prepara un nuevo hechizo. Doble seis. La puerta se derrite como el iceberg ante Rose y Jack y nieva en Italia, esta vez sin Benigni. La polvareda se dispersa y una enorme y deforme figura se deja ver ante nuestros ojos con heterocromía, aunque eso no nos concediera don como en Graceling. Ni la fuerza de cien jedis puede ayudarnos, y nuestro máster lo sabe y se relame ante nuestra desgracia, como el sabueso de los Baskerville, esquivando las pesquisas de Holmes, burlando su palacio mental. La enorme masa no parece calmarse. Quise ser viuda y vestir de negro. Pero era tarde. La diferencia entre tú y yo sólo es un mal día.
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