Sonó el despertador. Alargué la mano para apagarlo y
a través de mis párpados medio cerrados pude ver cómo al pulsar el botón
desaparecían los números azulados que flotaban sobre el despertador. Eran las
7:00, hora de ir a clase. Me senté en el borde de la cama mientras me estiraba y
escuché la voz de mi inteligencia artificial.
-Buenos días, señora, ¿quiere que abra las ventanas
de la habitación?
- Sí, por favor.- respondí aún adormilada.
La luz empezó a invadir cada rincón de la
habitación. Era un día soleado y caluroso, nada propio en pleno mes de enero.
Miré el lado de mi cama vacío y suspiré pesadamente.
-JARVIS, ¿mi marido se ha ido ya?- pregunté intuyendo
ya la respuesta.
-El señor ha salido pronto de casa, me ha actualizado
esta mañana a las 6:00 y ha salido de la casa a las 6:30, tenía esa importante
reunión sobre el nuevo proyecto de ingeniería que mencionó ayer. Pero le ha
dejado el desayuno listo a usted.
Sonreí ampliamente. A pesar de los años que
llevábamos juntos, mi marido no dejaba de tener pequeños detalles que hacían
que cada día fuera especial. Tras vestirme, salí de la habitación y me dirigí a
la cocina para tomar el desayuno que mi marido me había preparado. Estaba
muerta de hambre.
Mientras daba pequeños sorbos al té empecé a encender
el ordenador y a preparar las gafas virtuales y la nueva cámara, la cual había
adquirido hace apenas unos meses para tener mayor definición durante mis clases.
Hacía ya 12 años que era profesora en un instituto de mi ciudad, y solo dos
años atrás se empezaron a poner de moda los hologramas, los cuales hasta ese
momento no habían interferido en el ámbito laboral. Y sin duda era solo
cuestión de tiempo que llegara también al entorno académico. Ahora las clases
se impartían de esa manera, con hologramas, ya no hacía falta asistir a clase,
bastaba con que en el aula hubiera varios ordenadores que pudieran reproducir
los hologramas de los alumnos y de los profesores. La verdad es que facilitaba
mucho el trabajo el hecho de no tener que desplazarte y además era un ahorro de
gasolina y una disminución de la contaminación, pero tenía el inconveniente de
que hacía innecesario el salir a la calle, lo cual me llevaba a estar amplias
temporadas encerrada en casa. Además, no había apenas interacción con los
alumnos, siendo así las relaciones con estos más frías que durante mis primeros
años de docencia.
Una vez encendida la cámara, me coloqué mis gafas de
realidad virtual y me dispuse a abrir la aplicación que me permitía proyectarme
en el aula, y en apenas unos segundos podía ver ante mí varias siluetas azules
sentadas en el aula. Muchos de mis alumnos ya estaban allí reproducidos. Así
dio inicio mi clase ese día, otro día en el que no salí de esas cuatro paredes
que llamaba hogar.
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